Luego de una mesa redonda en el auditorio del pabellón argentino sobre la recuperación de las identidades de los hijos de desaparecidos (una problemática actual y no de treinta años atrás), salgo disparado hacia el otro lado del pabellón para ver como andaba todo. Eso que tenemos los arquitectos de sentirnos dueños de las obras sin haber puesto un solo peso… En un giro, me encuentro como un visitante más, caminando por uno de los angostos pasajes entre velos que me lleva hacia la salida lateral: “¿Te acuerdas Claudia del golpe militar del ´76?” escucho en un perfecto español de Castilla. “Carmen, yo era muy chica” le contesta Claudia, “apenas me acuerdo que mi padre…” y su voz se fundió sobre las sombras de estas dos mujeres proyectadas sobre una línea de velos del pabellón. Estos velos semitransparentes, luminosos, iban dejando ver cada vez más definidas sus siluetas, algunos colores, algunos gestos. Caminábamos en el mismo sentido, lentamente, por dos pasajes paralelos, velo de por medio. Involuntariamente se me vino la imagen de los chicos de la noche de los lápices, gritando sus nombres en el medio de la oscuridad de las celdas de los centros clandestinos de detención, separados por negros muros de piedra y sentí, que de alguna manera, esos gruesos muros que nos separaban de nosotros mismos comenzaban a adelgazarse, a disolverse poco a poco en la textura de estos velos, hasta hacerse translúcidos (lúcidos), casi transparentes. Nos empezábamos a intuir, a reconocernos entre formas y siluetas, a hablar de lo que nos pasó, a tratar de averiguar quienes somos, a encontrarnos…
“¿Por qué no lo escribís?” me dice Bayer, “Osvaldo, ustedes escriben los libros, a nosotros nos toca hacer edificios”